Si hay algo más etéreo que la nieve es su reflejo: un brillo cegador, inesperado e inmaterial que, si se le deja, traspasa el alma y nos contagia de luz.
Es verdad que la nieve es capaz de doblegar las rígidas ramas de los sauces; pero no las flexibles de los pinos. Así nos lo enseña la sabiduría taoísta. Por eso me sentí feliz en febrero cuando llego la nieve, porque sabía que tras ella hallaría algo brillante y magnético.
Y se sucedieron los días con zapatos y botas de suela de goma para evitar los resbalones en las carreras cotidianas. Aquí, allí, arriba, abajo, las llamadas, las gestiones, la supuesta y diaria incomodidad del frío; pero el resplandor se percibía cada vez como una huella más cercana y junto al sonido de la lluvia, si agudizaba el oído, percibía las notas musicales de algún misterioso piano; pero sobre todo lo que me sobresaltaba era esa exultante e inexplicable felicidad que me acompañaba aún en las tareas más tediosas y rutinarias.
Es verdad que a veces esperamos grandes cosas que son difíciles de que sucedan; pero quizás la felicidad radique en encontrar esas otras, que para los demás podrán resultar insignificantes, pero cada uno de nosotros constituyen la esencia misma de la vida.
Es verdad que desde hace bastantes meses andaba detrás de un libro titulado El humo de los barcos de José Marcelino García; pero por lo que fuese, todos los intentos de conseguirlo se volvían fallidos. Hace tan solo un día, el milagro de la nieve –estoy segura– convirtió mi deseo en oportunidad y coincidí con el autor del libro tan esperado, que además me lo regaló con dedicatoria incluida. Sentí un frío inusual al tenerlo por fin en mis manos. Y es que el humo de los barcos como el misterio de la nieve es intangible, pero puede llegar a traspasarnos.
A veces la felicidad consiste tan solo en intuir un libro antes de leerlo o conseguirlo. Y ahora, me siento tan afortunada…
Es verdad que esa noche, también –todo un lujo–, surgieron blancas, muy blancas las palabras al cobijo de la intemperie como la voz de la resistencia, siempre espléndido, Juan Carlos Mestre. Pero no solo era belleza, era mucho más. Definitivamente, no estaremos solos mientras Mestre reivindique la esencia humana y la dignidad civil, ante cualquier tipo de alienación oscura y avasalladora.
Y feliz, creo que todo se lo debo al inusual reflejo de la nieve.
Enero avanza sin detenerse como una entidad bicéfala y contraria que celebra, no obstante, haber encontrado un sentido. Un año acaba de cerrar sus puertas, pero otras muchas se abren en este ahora multiplicado de posibilidades divergentes, en el que como todo lo que renace, al menos aparentemente, se vuelve más transparente y puro.
Las lluvias, los vientos, las inclemencias que azotan ventanas y farolas y que dejan más ligeras que nunca las ramas de los árboles convertirían este mes en una especie de período alado e inmaterial de no ser, porque también es el momento por excelencia para lanzarnos una vez más a la confusión y al consumo disfrazado de rebajas.
Y es que no nos queda otra: debemos adaptarnos a lo que sea, a lo que toque, porque ya hace tiempo que hemos dejado de ser modernos y hasta posmodernos y evolucionamos hacia el transhumanismo con paso de gigante. Y ya ni siquiera necesitamos tener memoria, para qué si Google nos alerta a través de nuestros móviles de qué ciudad visitaremos posteriormente, de cuál será nuestro próximo vuelo o de qué carece nuestra nevera…
Pero, y ¿nuestros corazones? Me pregunto si desean ser posthumanos en este enero, en este año que comienza en el que todo aún es mágico y posible. Y es que para qué sufrir más dolor o traiciones, para qué añorar lo que se ha ido, para qué sentir más efímeras emociones, para qué volver a equivocarnos, para qué percibir cada día que somos muy poco o nada y que nada depende de nosotros, para qué respirar más hondo al alcanzar por un instante la belleza. Somos tan limitados y frágiles, todo se vuelve tan incierto, tanto es de mentira…
Y, sin embargo, en esta tarde noche de enero encuentro el sentido en este paseo solitario junto a la playa, con este tiempo de perros mientras intento cerrarme el abrigo. Y pienso que enero tiene dos cabezas, que quizás fuese más pragmático que fuésemos definitivamente posthumanos, pero al ver este cielo azul oscuro amenazante tan intenso, me desdigo y al ver el blanco gélido de las torrentes olas me despienso. Y pisoteo la arena y hundo mis botas y me alcanza el agua y me siento absorbida por una lava roja. Y de nuevo en enero la pasión y la vida y no importa lo que dure o lo que duela.
Enero me mira y sonríe con sus dos cabezas. Y yo le correspondo lanzando al aire de la noche, mi sombrero.
Ya ha amanecido y Segovia es una ensoñación tras la niebla. Hemos atravesado muros y piedras y llegamos hasta aquí en busca de una palabra poética, la de Luis Llorente, quizás el último poeta.
Porque Luis incita a ver no la luz, no el fuego ni el fruto sino su huella. Y a través de su intencionado y sencillo conjuro, lo enigmático se vuelve cotidiano y la humanidad renace en la perfección de su instante poético como el rito expiatorio de la pureza, como un canto mágico y desbordante que inundase las calles angostas de luz.
La nostalgia del origen surge en sus versos brillantes de una forma limpia e intacta y la cristalización de lo oculto se enaltece como una llave mágica que abriese todas las puertas.
Y qué mejor manera de definir su poesía que con sus propios versos y palabras:
Oxígeno y asombro,/ aparición y lumbre/de la palabra naciente contemplada.
Te fuiste apagando como una llama intensa que, no obstante, sabe cuándo le ha llegado su hora.
Sola se ha quedado tu inmensa vitrina llena de maquetas, legajos, recortes de periódicos, cartas, dibujos, fotografías, barcos en miniatura…, auténtico altar histórico que recolectaste con pasión, quizás, porque también tú mismo fuiste sujeto de esa historia, tan nuestra, ligada al municipio de Castrillón y a la Real Compañía Asturiana de Minas.
Víctor Muñiz Cires fue el último fogonero que alimentó a la “Eleonore”, la celebérrima locomotora de vapor que transportó carbón por la primera línea española de ferrocarril minero y más tarde cinc de Arnao a San Juan de Nieva. Y a partir de 1959 pasó por varios empleos en la misma empresa hasta su jubilación en AZSA en 1988. Sin embargo y, aunque sea necesario, no quisiera detenerme en exceso en la perspectiva histórica de Víctor, ligada a Arnao y a su fábrica, pues el historiador y arqueólogo, Iván Muñiz, perteneciente también a la familia, creo que es la persona más indicada para profundizar en ello.
No es más quien más tiene o sabe, sino quien se adapta a sus circunstancias lo más elegantemente posible y, de eso, creo que siempre fuiste ejemplo. En aquellos tiempos de sindicato vertical, no te acobardó expresarte ni dirigirte a un Ministro de Trabajo, que, tras tu misiva, te obsequió con un equipo completo de acampada ni a un presidente de banco, más tarde, que hizo exactamente lo que le pedías, con la intención de que se reconocieran los méritos y se promoviese un homenaje al director de una sucursal bancaria del pueblo, ni a un presidente de una multinacional ni a tantos otros que se dejaron persuadir por tu capacidad argumental, expresiva y tu gracia. Nadie se negaba a nada de lo que pedías, porque siempre además era de justicia.
En los últimos tiempos, con tu gorra marinera y en silla de ruedas salías a la calle y todo el mundo se detenía a saludarte. Por eso tu partida nos deja huérfanos. Huérfanos también como pueblo.
Nos quedan, eso sí, el acervo de tus miles de anécdotas y tu ilusión permanente y colorista como los barrenos y las chispas y el sonido de los talleres al fondo, la ligereza del humo y el calor de tu siempre aliado, el fuego…
Como una llama intensa, Víctor vive en nuestro recuerdo siendo, a veces, aquel chiquillo, que en Arnao junto a su padre, el maquinista, sonreía y jugaba a ser fogonero.
SINCERIDAD POÉTICA Y VOZ PERPETUA: FELIPE PÉREZ POLLÁN
Felipe Pérez Pollán es un poeta auténtico y amigo de la palabra, a la que cuida, protege, alumbra y exhibe en su total belleza y plenitud en los hermosos jardines de su castillo rodeado de naranjos.
Felipe da nombre a todas las flores y encuentra incluso el nombre de las que no lo tienen. En su generosidad, en ese desasirse propio de la vía purgativa, es poeta de pocos versos y, en sus dominios de piedra, aunque resuenen otras muchas voces, la suya permanece ligera, como un aleteo, mística e inefable.
La poesía de Felipe es sin lugar a dudas, poesía leonesa, trascendente y sobria y en palabras de Eugenio Marcos Oteruelo, poeta también extraordinario: poesía directa, austera que parte de las emociones que le proporciona su propia circunstancia vital: silencios prolongados, soledad, inquietudes y vivencias desde los espacios naturales que cercan su vida cotidiana: los ríos, los molinos, las montañas, los pinares…
Poco sé sobre elefantes reales. Diferencio -eso sí- el africano del asiático, porque éste último tiene las orejas más pequeñas y redondeadas que el primero, carece de colmillos, su lomo es arqueado y su tamaño menor que el que habita en la sabana africana.
En la tradición hindú, a los elefantes se les representa a modo de columnas sujetando el universo y, por esa senda de concepción mágica, son seres capaces de crear nubes e incluso disponen de alas.
Pensar en elefantes rosas no es muy recomendable, pues esa imagen simboliza un tipo de alucinación asociada al consumo de alcohol.
Uno de mis elefantes favoritos es sin duda Salomón que, en la deliciosa novela, El viaje del elefante de nuestro querido Saramago, recorre Europa en el siglo XVI debido a que Juan II, rey de Portugal, decide regalar al archiduque Maximiliano III de Austria un elefante con una finalidad estratégica de hermanamiento bastante absurda
Pero por qué esta disertación y por qué pensar en elefantes reales, literarios, coloreados o celestes con la que está cayendo. Creo que la culpa la tiene un cartel que he visto recientemente anunciando un circo. El cartel exhibía un majestuoso elefante africano que tenía enormes colmillos y estaba revestido de adornos coloristas. Lo que más me llamó la atención, es que el elefante tenía los ojos de un irreal verde fluorescente. No sé si debido a la casualidad, al destino o a ambas cosas, en un trayecto que suelo hacer habitualmente y debido a un atasco, quedé retenida justo al lado del circo que anunciaba el cartel. Entonces lo vi: era un elefante pequeño, grisáceo, viejo, cansado y asiático que nada tenía que ver con el del cartel. Este diminuto elefante parecía pedir clemencia, mientras a su lado alguien con una pala bastante oxidada removía no se para qué una especie de paja reseca. Entonces pensé que sé muy poco sobre elefantes; pero aquel elefante moribundo era sin duda el más triste que conozco de entre los reales, irreales, mitológicos o literarios y que bien se podría merecer unas líneas para que alguien las lea.
Quiso de nuevo, no sé si la causalidad o el destino o ambas cosas, que alguien me hiciese llegar para la firma una petición para que los circos no utilicen animales y, sin dudarlo, firmé. Aquel indefenso paquidermo se lo merecía y Salomón y el elefante sagrado que sostiene el universo y el que vuela y hasta el rosado, si me apuran, lo merecía también.