Autor: Carmen Nuevo

El médico

El médico es una novela histórica de Noah Gordon convertida en best seller, que narra la azarosa vida de Rob J. Cole desde que a los nueve años se queda huérfano en Londres hasta que acaba convertido, con mucho esfuerzo y superando increíbles avatares, en un médico gracias a las enseñanzas del mejor de la época: Avicena. El protagonista de la historia realiza un peregrinaje épico hasta que consigue llegar a Persia y más tarde logra convertirse en discípulo del ya mencionado médico y filósofo. Para no dejar esta breve alusión a la historia de la novela a medias, añadiré que, tras la muerte de su maestro, continúa su odisea y regresa al lugar de nacimiento, donde tendrá que enfrentarse de nuevo a numerosos problemas y finalizará sus días ejerciendo la medicina en Escocia, tierra de su esposa, lugar al que ambos acabarán huyendo.

Si bien las vicisitudes del personaje no resultan siempre demasiado agradables, creo también que es del todo recomendable su lectura, porque no solo nos ilustra sobre la historia de la época magistralmente, se muestra además que “el que la sigue, la consigue” y que el esfuerzo y el afán de superación siempre conlleva una recompensa, a pesar de los obstáculos que se puedan encontrar en el camino.

El hecho de que el protagonista posea un don y una vocación tan arraigada que marca y guía todo su trayectoria, me ha hecho reflexionar sobre “el médico” como profesional y su importancia en nuestras vidas. En este mundo al revés en el que vivimos, muchos aspiran a llegar a convertirse en alguna clase de profesional como futbolista o en divos de reality show. Creo que si esos agentes del espectáculo son más valorados y recompensados en nuestra sociedad que aquellos otros que salvan vidas, algo no anda demasiado bien.

Cuando pensamos en la época medieval, el contexto en el que transcurre la novela, con frecuencia nos vienen a la mente ideas o imágenes asociadas a la suciedad, falta de comodidad, enfermedades, superstición, fanatismo… Afortunadamente, vivimos ya muy lejos de todo eso, pero instalarnos en el reino de Jauja de nuestros días no creo que nos haga sentir mejor.

Leamos o volvamos a leer la novela de Noah Gordon para recordar lo que parece que hemos olvidado: Debemos seguir nuestro destino cueste lo que cueste y a pesar del esfuerzo que ello suponga.

Y por último para acabar, quiero dedicar las divagaciones vertidas en este artículo a José Luis González, médico de Castrillón recientemente jubilado.

Música: https://www.bia2.com/music/58170

 

Nayem
Foto: Melissa Menéndez Flores
La Nueva España, lunes 27 de agosto de 2018

La alegría surge la mayor parte de las veces de forma inesperada. Nayem tiene los ojos negros, muy negros y una sonrisa inmensa. Nayem conoce el valor del agua y el esfuerzo que supone conseguir unas pocas gotas en el poblado de casas de adobe y de suelos ocres y pedregosos en el que vive.

Fue a finales del pasado mes de abril cuando Pili leyó en La Nueva España, mientras se tomaba un café, que un centenar de niños saharauis aún no disponían de un hogar en Asturias para pasar el verano. Tal como después me explicó Hugo, coordinador de Avilés de la Asociación Asturiana de Amigos del Pueblo Saharaui, a través del programa de “Vacaciones en Paz” se logra que los niños eludan las duras condiciones de vida de los campamentos de refugiados en el desierto argelino; pero a finales de abril, aún había muchos de esos niños que no disponían de casa. Tras la lectura, Pili habló con su hijo y ambos decidieron acoger a Nayem. No hace falta tener demasiado para ser solidario. Resulta muy fácil ser grandilocuente, con frecuencia los escritores solemos serlo; pero con eso solo no basta. Se precisa además de acción y un abrir de puertas. Si hay voluntad, siempre hay un espacio, aunque sea pequeño, para la solidaridad.

Este verano conocí a Nayem y las tardes se volvieron más luminosas, a pesar de los días de lluvia que no suelen ser nada infrecuentes en nuestra tierra.

“¿Qué es lo que más te ha gustado hasta ahora Nayem?”, le pregunto. Y él me responde que el mar. Después los acompaño al supermercado y atravesamos pasillos repletos de juguetes, chocolates, golosinas y espero que se detenga ante tanta tentación infantil pero nada, él sigue guiando el carro de la compra hasta que llega a los expositores de fruta y entonces nos mira y dice: “plátanos”, y un poco más allá se detiene junto al arroz. Y entonces pienso que deberíamos de detenernos solo ante lo esencial y quizás entonces fuésemos felices, tanto, como aparenta serlo Nayem.

La alegría surge la mayor parte de las veces de forma inesperada. Cuando este artículo se publique quizás haya que ir pensando en ir preparando la maleta de Nayem para que regrese a su auténtico hogar, donde su familia lo estará esperando, pero Nayem sabe que aquí ha dejado otra familia que espera volver a verle y que nunca olvidará el brillo de sus ojos negros ni el regalo, inmenso, de su sonrisa.

Música:  https://www.youtube.com/watch?v=EOBxJ9VQzUk

Cine IDeal
La Nueva España, viernes 20 de julio de 2018

Decir que el cine Ideal era el cine ideal no es una reiteración innecesaria. El cine Ideal era un hermoso cine que funcionó como tal en Salinas desde la década de los cincuenta hasta finales de los años setenta –creo–, aunque según me ha dicho José Luis Martín Blanco, creador de la página “Salinas en el recuerdo”, la inauguración del pabellón Ideal se remonta al 3 de agosto de 1912, conforme aparece documentado en un recorte de prensa, representándose para tal ocasión, entre otras obras, un sainete de Ramos Martín y un entremés de los Quintero, en las que participaban jóvenes veraneantes.

El caso es que últimamente he hablado sobre ese cine con varias personas, entre otras, con Alberto Martínez-Márquez, profesor universitario de Puerto Rico y especialista en cine, y que obviamente nada sabía de la existencia del mismo; pero que conoció salas similares en Puerto Rico. La finalidad de esas salas y, en aquellos tiempos, era el pasar fundamentalmente un rato de diversión con la familia y los amigos y las películas que se emitían eran principalmente estadounidenses, por lo que, desde ese punto de vista, no existía gran diferencia con lo que sucedía y sucede aquí, pero, sin embargo, creo que había dos diferencias fundamentales: la emisión obligatoria al menos hasta 1976 de los documentales del NO-DO, acrónimo de Noticiarios y Documentales, con anterioridad a la proyección de la película y vehículo de propaganda política y, por otro lado, la intensidad en la emoción que ocasionaba la percepción de aquellos espectáculos o películas. Y en esa percepción es en la que deseo detenerme y permanecer.

De nuevo veo a Mari y a Rosi, las protagonistas de uno de mis artículos pasados y favoritos titulado “El Choclo”, caminando apresuradas para llegar a tiempo a la sesión, ya que a Pepe, el Listero, propietario y encargado del cine, no le gustaba que la gente llegase con retraso. Percibo las risas, la ilusión y hasta el silencio sepulcral que inundaba la sala cuando se atisbaba la sombra de John Wayne avanzando lentamente en la pantalla o a Tyrone Power interpretando a un hermoso pirata y el rugido del satén de la elegante Susan Hayward y los indios, los caballos y los trenes de vapor perseguidos por forajidos…

Todo tan blanco y todo tan negro, todo tan auténtico y tan intenso. Lo que daría por acompañaros una de aquellas tardes. Quizás deberíais de haber permanecido para siempre, allí, en el cine Ideal, como dos estrellas rutilantes.

El curso de surf
La Nueva España, viernes 15 de junio de 2018

En el artículo anterior aludí a los grandes sueños y a las pequeñas ilusiones, ambos necesarios en nuestras vidas para no perder la sensación de estar realmente vivos. Creo que, para ello, se precisa también el percibir que queda algo por realizar. Algo que quizás algún día hagamos, cuando tengamos más tiempo o menos miedo –solemos pensar– pero en definitiva algo que, por alguna razón, también sabemos que ya no deberíamos postergar demasiado.

Le digo a mi amiga Raquel que el surf es una asignatura pendiente para mí y ella, valiente, y desde la distancia –creo que ahora desde Venezuela– me anima a que haga un curso de surf. “Sí, Raquel, algún día. ¿Y si lo hiciéramos juntas?”, le respondo.

Veo las olas inmensas desde la arena, a veces, brillan y rompen enseguida, otras oscuras, densas y eternas amenazan con no romper jamás. Veo a esos surfistas de pies descalzos, que transportan tablas, como si fuesen trofeos, felices, y pienso que yo también fluyo hacia dentro, hacia algún paraíso extraño de algas, inmersa en ese mar relajante como nirvana y que de repente se vuelve duro e inesperado y que golpea certeramente como el sinsabor de un sorprendente vaivén de salitre. Y así sintiendo la humedad profunda desde los pies, sin perder el equilibrio, trato de aferrarme a la firmeza de la tabla como si fuese toda mi patria ligera y líquida. Muevo los brazos e intento ser un pájaro salvaje que alzase sin temor su primer vuelo. Y sí, ahí está todo: el devenir y la esencia como algo absolutamente indisociable. No sé cuánto tiempo ha transcurrido pero solo importa ese instante verde, azul, cobalto, veloz, acelerado, voluble e incierto y contengo un grito que nadie oye: “Mi primera ola”. Y después, siento que me deshago y rompo y regreso de nuevo a la seguridad de la tabla, como a una casa, al confort al que siempre deseamos regresar tras el rayo, el dolor o la tormenta…

“Mi primera ola”, repito en voz baja desde la arena. “Mi primera ola”, y elevo el tono de voz. “Raquel, ¿me oyes?”. En la imaginación, mi primer take off y ya me veo rozando con los dedos la siguiente ola tubular y majestuosa. Cuando regreses, ojalá tengamos tiempo de iniciar ese curso de surf. Ya verás lo que nos reiremos, más que en aquel viaje de estudios…

Y me despido hasta otro momento del mar infinito que converge en espuma, en aquí y en ahora.

I hava a dream
La Nueva España, jueves 24 de mayo de 2018

Hace algo más de un mes del cincuenta aniversario del asesinato de Martin Luther King. Martin Luther King nos dejó un legado inconmensurable, unas conclusiones, aunque obvias hoy en día, en el contexto de la época, apabullantes: por ejemplo el hecho de que el color de las lágrimas de los hombres negros y blancos, que lloraron su muerte, era idéntico. Nos dejó un mensaje de esperanza en el género humano y una frase extraída de su célebre discurso: Aún tengo un sueño, que forma parte de un acervo ejemplarizante en cualquier geografía y cultura y que rememoran no solo los hombres y mujeres de raza negra de Misisipi, Alabama, Georgia o Lousiana, sino todo aquel que desee creer en la unión y en la libertad como esencia consustancial a todos los seres de bien.

Y es que hay hombres corruptos, fanáticos, hay hombres que incumplen obligaciones sagradas y mienten a sus propios hijos; pero hay otros que defienden la verdad y la justicia con su propia vida y, tras su muerte, nos cobijan como si de una gran sombra se tratase y nos iluminan como el más hermoso amanecer.

Aún tengo un sueño, creo en el poder de la palabra, en el nacimiento, el fallecimiento y el renacer de la palabra. Porque todo se origina siendo palabra y aunque todo tenga un principio y un fin, todo renace y se origina con una nueva palabra. Porque con una palabra puede cambiarse el mundo y con una palabra se regresa a la ansiada hermandad.

Todo es palabra. A veces las palabras logran elevados propósitos y otras son el origen de pequeños e ilusionantes proyectos. Así, en mi anterior artículo, aludí a los antiguos compañeros de instituto, y esa evocación fue suficiente para despertar la nostalgia por aquellos años inolvidables en todos nosotros.

Yo tenía y aún tengo una ilusión y otros afortunadamente lo han realizado: el dieciséis de junio está prevista una cena en Avilés en la que nos reuniremos de nuevo, aquellos compañeros, los compañeros del Instituto de Salinas que compartimos aula en los primeros años de los ochenta. Sé que esa noche Avilés brillará de un modo distinto, porque la ciudad se contagiará de esa calidez que solo proporcionan los sueños y las ilusiones. Y es que ya falta poco, muy poco para que lleguen a Avilés los del sesenta y seis.

Aún tengo un sueño, aún tengo una ilusión. Y aunque solo seamos transito, también sé que somos uno. Y brindaremos.

Aquellos compañeros
La Nueva España, miércoles 25 de abril de 2018

Hoy no tengo el vino triste como reza el tango, pero puede que tenga el bollo de Pascua algo melancólico, al que, por otra parte, me declaro abiertamente adicta.

Y es que recuerdo cuando Nicolás, uno de los profesores de Física y Química del Instituto de Salinas en la década de los ochenta, con su semblante más serio de lo acostumbrado, irrumpió en el aula y dijo: “Dejen sobre la mesa únicamente un folio en blanco y un bolígrafo”. “¡Buf,!” pensamos, aunque no nos atrevimos a decir nada, aquello era demasiado hasta para Colás: un examen sorpresa, cuando al día siguiente comenzaban ya las vacaciones de Semana Santa… “Menos mal, que llevo al día el movimiento uniforme”. Mientras pensaba en que la aceleración era constante en ese tipo de movimiento, Colás, con tono bastante grave dijo: “Anoten: bollo de Pascua, ingredientes: 750 gramos de mantequilla, la mejor que podáis encontrar, 750 gramos de azúcar, 750 gramos de harina…” Entonces, nos miramos atónitos y las carcajadas fueron sonoras como nunca: no era un examen sorpresa, Colás nos estaba dando la receta del bollo de Pascua, el típico de la comarca de Avilés, para que durante las vacaciones lo elaborásemos en una versión casera. Después de todo, como el decía, la cocina no dejaba de ser una faceta más de la Física y la Química…

No he olvidado tampoco a la excelente profesora, Isabel Menéndez, a la que siempre estaré agradecida y que tanto influyó en que la literatura acabase siendo para mí una auténtica pasión. Y a quienes no podré olvidar, por supuesto, es a todos aquellos compañeros de aula: Susana, Begoña, Machi, Ana, Fifa, Liana, Carmen, Raquel Fe, Belén, Maribel, Eloy, Javi, Quique, Santiago, Ramón, Serdio, Alejandro, Rubén…

Todos éramos muy distintos; pero la ilusión y los prodigios nos unían y, entonces, cada día era un prodigio: como la mañana en que la playa de Salinas amaneció nevada. Y es que, si alguna vez disfruté de algún tipo de complacencia atávica de pertenecer a algo, fue formando parte de aquel grupo de compañeros de aula durante cuatro cursos de auténtica camaradería. Muchos años después de aquello, se organizó una cena a la que asistí. No sé si después hubo alguna más: Susana, ¿no habría que ir pensando en organizar otra?

Hoy me he sentido unida a aquellos compañeros de aula, porque aunque el tiempo a veces traiga consigo el olvido, otras, como si de un telar se tratase, nos convierte en urdimbre y en tejido.