El tiovivo de San Agustín

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La Nueva España, martes 23 de agosto de 2016

Entonces el sol era una inmensa yema de huevo, que no se podía alcanzar con las manos. Por eso, era distinta de aquellas que con cuchara de madera solíamos aplastar en un cazo desconchado, mi abuela y yo cuando hacíamos crema pastelera las tardes de agosto. La despreocupación era la protagonista en aquellos días libres de deberes e inundados de cuentos y sorpresas. El mono titiritero reaparecía junto a las hortensias y doncellas con el pelo muy muy largo para fugarse de la reclusión de alguna almena, nos acompañaban en los pinares durante las meriendas. De regreso a casa, casi al anochecer, transitábamos por los pasillos de aquella casa de baldosas desniveladas blancas y negras. Y, para ahuyentar el miedo, buscábamos tesoros por los cajones extraviados de aquellos armarios inmensos. Imaginábamos cerezas, alguna esmeralda y hasta luciérnagas. Cuando el miedo se apaciguaba, solía dormir saboreando lentamente un caramelo de limón, mecida por el ruido del viento sobre aquella sábana olvidada en el tendedero junto al lavadero.
A veces, soñaba con que pronto llegaría el día, en que visitaríamos en Avilés a las hermanas de mi abuela, aquellas que vivían en una calle perpendicular a la Plaza de España, cerca de Precios únicos. La verdad es que eran un poco pesadas, inundaban la cara de besos y hablaban en un tono bastante alto para poder entenderse en aquel piso con patio de luces y hasta inquilino, que, quizás para compensar, hablaba muy poco. Decían que era muy tímido. Como yo, pensaba. Creo que se llamaba Baldomero. Aunque no me divertía la visita, sabía que formaba parte de un curioso ceremonial que culminaba en algodón azucarado o helado de vainilla y algunas monedas más en el bolsillo que gastaría sin duda en aquel maravilloso tiovivo: el tiovivo de San Agustín. Y es que no había carrusel, ni siquiera el de Montmartre al pie de la basílica de Sacré-Coeur que pudiera igualarlo.
Arrastraba a mi abuela de la casa de sus hermanas, deseaba llegar a él la primera, justo cuando comenzaba a girar despacio y se abría la taquilla. Para subirme a aquel hermoso caballo esmaltado marrón y de crines rojas, había esperado todo un año; pero merecía la pena. Mi caballo y yo, invencibles, girando, por fin, una vuelta tras otra.
Como desearía poder envolver en celofán aquella emoción infantil, aquel caballo esmaltado y trasladarlo a alguno de los muchos campos de refugiados, donde habrá niños que quizás sueñen con leche, paz y mariposas.