Autor: Carmen Nuevo

aristopost
La Nueva España, Jueves 15 de Septiembre de 2016

Esperar que la "Poética" de Aristóteles se encuentre en el cajón de la mesita de una habitación compartida en cualquiera de los hospitales públicos de nuestro sistema sanitario podría parecer una idea descabellada, por más que yo lo agradeciese. Sin embargo, cuando por prescripción facultativa procede un ingreso hospitalario, no estaría de más reflexionar sobre los principios de la retórica clásica.

Si fuésemos capaces de entender el concepto clásico del decoro aristotélico, aquel que prescribe límites al comportamiento social que se considera adecuado en cada situación, entenderíamos por qué obligar durante horas a un compañero de convalecencia a escuchar los diálogos de besugos -en el mejor de los casos- del reality show de turno, emitido por una tele de esas de moneda, en una habitación transitada por el necesario personal sanitario y numerosos familiares no tan necesarios, y entre pinchazo y pinchazo, puede llegar a convertirse en una tortura inimaginable en la peor pesadilla.

Pero para ser ecuánimes y clásicos, pongámonos del otro lado, del de aquel que por falta de vida o por necesidad de huir de ella; por ausencia de cultura o por simple adicción, no pueda prescindir de oír a los variopintos personajes y personajas de pandereta televisiva ni siquiera en la habitación de un hospital. ¿Qué se podría hacer entonces? ¿Sería justo eliminar el chupete a un gorila de un zoológico que nunca hubiese conocido a su mamá biológica y gorila?

La respuesta, quizás, podríamos encontrarla en la tecnología inalámbrica; de ese modo, podrían sustituirse los ruidosos televisores para que cada uno, con su dispositivo, saciase en silencio y, con auriculares, su apetito de telebasura, y, sobre todo, sin molestar al prójimo.

No obstante, volviendo a Aristóteles, quizás resultase interesante investigar la catarsis, la purificación emocional, que operan sobre cierto auditorio las hazañas de los nuevos héroes y heroínas del arrabal, arquetipos de la ausencia de intelectualidad, adormideras, cuya función social consiste en el vaciado de las mentes. Por desgracia, no solo los individuos son susceptibles de enfermar, también lo son las sociedades en su conjunto.

Sin los ruidosos televisores en los hospitales aún podríamos sentirnos más orgullosos de nuestro sistema sanitario, que sin lugar a duda cuenta con excelentes profesionales, al menos, mientras ningún político iluminado se emperre en convertir a médicos, facultativos, especialistas y demás personal sanitario en operarios de tornillos. Eso no sería bueno para nadie.

Y también, sería bueno, por qué no, alguna "Poética" de Aristóteles en algún cajón.

tiovivop
La Nueva España, martes 23 de agosto de 2016

Entonces el sol era una inmensa yema de huevo, que no se podía alcanzar con las manos. Por eso, era distinta de aquellas que con cuchara de madera solíamos aplastar en un cazo desconchado, mi abuela y yo cuando hacíamos crema pastelera las tardes de agosto. La despreocupación era la protagonista en aquellos días libres de deberes e inundados de cuentos y sorpresas. El mono titiritero reaparecía junto a las hortensias y doncellas con el pelo muy muy largo para fugarse de la reclusión de alguna almena, nos acompañaban en los pinares durante las meriendas. De regreso a casa, casi al anochecer, transitábamos por los pasillos de aquella casa de baldosas desniveladas blancas y negras. Y, para ahuyentar el miedo, buscábamos tesoros por los cajones extraviados de aquellos armarios inmensos. Imaginábamos cerezas, alguna esmeralda y hasta luciérnagas. Cuando el miedo se apaciguaba, solía dormir saboreando lentamente un caramelo de limón, mecida por el ruido del viento sobre aquella sábana olvidada en el tendedero junto al lavadero.
A veces, soñaba con que pronto llegaría el día, en que visitaríamos en Avilés a las hermanas de mi abuela, aquellas que vivían en una calle perpendicular a la Plaza de España, cerca de Precios únicos. La verdad es que eran un poco pesadas, inundaban la cara de besos y hablaban en un tono bastante alto para poder entenderse en aquel piso con patio de luces y hasta inquilino, que, quizás para compensar, hablaba muy poco. Decían que era muy tímido. Como yo, pensaba. Creo que se llamaba Baldomero. Aunque no me divertía la visita, sabía que formaba parte de un curioso ceremonial que culminaba en algodón azucarado o helado de vainilla y algunas monedas más en el bolsillo que gastaría sin duda en aquel maravilloso tiovivo: el tiovivo de San Agustín. Y es que no había carrusel, ni siquiera el de Montmartre al pie de la basílica de Sacré-Coeur que pudiera igualarlo.
Arrastraba a mi abuela de la casa de sus hermanas, deseaba llegar a él la primera, justo cuando comenzaba a girar despacio y se abría la taquilla. Para subirme a aquel hermoso caballo esmaltado marrón y de crines rojas, había esperado todo un año; pero merecía la pena. Mi caballo y yo, invencibles, girando, por fin, una vuelta tras otra.
Como desearía poder envolver en celofán aquella emoción infantil, aquel caballo esmaltado y trasladarlo a alguno de los muchos campos de refugiados, donde habrá niños que quizás sueñen con leche, paz y mariposas.

naranjopost
La Nueva España, martes 19 de julio de 2016

Cada tarde releemos un fragmento de Tratado de armonía de Antonio Colinas. Para mi madre y para mí es un libro cabecera, de esos que nos acompañan siempre. Conocí a Antonio Colinas y a su esposa, dos seres excepcionales, en un paraje maravilloso: un castillo medieval guarecido por girasoles y naranjos silvestres. Era un día luminoso. Sucedió hace diecisiete años. De aquel hermoso paraje, del señor del castillo, del jardín de ensueño y de sus vencejos, hablaré en otro momento.
Antonio Colinas, además de un ser excepcional, es poeta, narrador, ensayista, traductor, crítico literario… y, a pesar de haber alcanzado la gloria en numerosas ocasiones: recientemente ha sido galardonado con el premio Reina Sofía de poesía Iberoamericana; es un poeta, al que los amantes de la literatura no pondremos nunca en cuarentena pues, por mucha gloria que consiga, jamás abandonará, siguiendo su propia terminología, su santidad literaria; esa esencia mística solo alcanzada por los auténticos poetas.
Encarnar la belleza en palabra, sonoridad, armonía es un don que Colinas irradia aun en silencio.
Pero volvamos a la lectura. Yo hoy he elegido como motivo de reflexión el siguiente fragmento: “Me llueven los problemas de todas las partes. ¿Qué hacer? Me he puesto a serrar leña y más leña en el bosque. ¿Qué sería de mi vida, en esta mañana, sin la sierra y el bosque?”
Por favor, que no se ofendan los ecologistas por mi elección; porque, tras alcanzar al leer el primer sentido literal de los aparentemente sencillos textos de Colinas, de forma casi inmediata, nos trasladan al plano simbólico. Entonces, la sierra deja de ser sierra y la leña deja de ser leña; lo material se vuelve espiritual y, ese último sentido, es el que nos impregna el alma y nos llena de paz.
Mi madre ha elegido otro fragmento: “La prisa es una carrera hacia la muerte. La lentitud detiene el tiempo, ensancha el instante, propaga la vida en armonía.”
Taoísmo, orientalismo, fusión de culturas y visiones o reflexión mística tan afianzada en nuestra propia esencia. Y universalidad, en definitiva, y afán de transcendencia. Iluminación e inspiración. Colinas, único, sin duda.
Y cuando acabemos este libro, ¿Qué leeremos?, me pregunta mi madre. Memorias del estanque, le respondo. Seguro que también nos gustará.
En esta tarde neblinosa, tan genuinamente cantábrica, me pregunto ¿qué sería de mí sin esta visión del mar embravecido sin esta taza de té humeante y, sobre todo, sin esta lectura de Tratado de armonía compartida?

hoguerapost
La Nueva España - Jueves 16 de Junio de 2016

Y de nuevo el solsticio de verano, palabra mágica, amarilla, que me inunda de luz, y me guía en el regreso al pueblo de mi infancia, Arnao, por senderos lúdicos transitados de riachuelos, Xanas, acantilados, fósiles y lagartos.

Regreso para alcanzar el reino de las pequeñas cosas, que, aún hoy, siguen siendo necesarias como pocas: la sonora carcajada de un hermano, los nombres efímeros de los perros que nos acompañaron, los pleamares rebeldes y blancos, las bicicletas oxidadas, el salitre, las cabezas empapadas por la lluvia, las carreras de caracoles o cangrejos, pan y chocolate, balones extraviados, Cenicienta o Pinocho bajo la sombra de los árboles, la canasta desvencijada, la frase mágica y prohibida, porque con ella siempre encestaba; fantasías sobre espíritus en casas grises, el canto de la tórtola en el limonero, el jugo silvestre de las moras machacadas, la brisa con aroma de manzanos…

Regresamos y, quizás antes de que comience la música, tomemos unas sidras con Susana, Javi, Begoña, Jorge. Y, ojalá, lleguemos a tiempo de escuchar el pregón único de Sonia, la de Molina, y charlar con Angelines o José Luis y María Rosa. Aunque también regresamos, por qué negarlo, para saborear pausadamente el bollo con chorizo como todos los años.

Regreso porque la luna, los astros, las llamas ascendentes se han confabulado para que la felicidad y la pérdida imperen, compartidas, durante la noche junto a la hoguera. Y cuando, por un instante, cese la algarabía, y, solo se oiga el silencio, antes de que los troncos crepiten y la oscuridad se vuelva incandescente y purificadora, también los que se han ido, regresarán a nuestros pensamientos, y, entre otros, recordaré, con cariño, a Conchita, la Peligra, alma de puertas abiertas como su casa siempre abierta para todos.

Regresamos a Arnao, desde donde quiera que estemos, en el día de la hoguera, pues, aunque estemos lejos, sabemos que los amigos, los pinares, los sanjuaninos, el canto de los grillos, el viento, nos reclaman, siempre, como parte indisociable de nosotros mismos. Acudir a la hoguera es, además, un reconocimiento de que, aunque seamos uno, también somos diversos y eso, que ya sabemos sin saberlo, lo sentimos de una forma más clara esa noche plena y perfecta en Arnao, en el pueblo.

Regreso para observar, casi amaneciendo, la armonía de las rosas iluminadas por las llamas. Y, las olas y el fuego; y las estrellas y la brisa; y el fuego y las olas.

Y casi amaneciendo, el fuego.

Surfistas de piscina
La Nueva España - Martes 10 de Mayo de 2016

Una vez al mes suelo, cuando el tiempo lo permite, tomarme un café en Avilés, en alguna terraza de El Parche, con mi amiga Begoña.

“Pues eso, a ver si te bajas de la nube, de la torre, de la parra y te dignas a escribir algún artículo criticando algún problema real. Ayer, sin ir más lejos, la piscina privada de uso público que frecuento, inundada de aprendices de surfistas…” La interrumpo y le digo si no habrá algún problema más “real” que ese. Me mira de refilón y sonríe. “No te pido que ahondes en si es legal o no que tablas de surf, surfistas pacotilla de aguas climatizadas amedrentados por las olas del Cantábrico, niños, ancianos y demás usuarios compartan a la vez el mismo espacio de cloro y H2O; de eso ya me encargo yo. Lo que me gustaría es que escribieses algo sobre la pose, el quiero y no puedo, el soy lo que no soy, en definitiva, sobre la imbecilidad humana.”

“Y si en secundaria, además de la lectura, se fomentase la cultura del debate, ¿crees que podría servir para algo?” “Sí, puede”, me responde; pero también serían necesarios los cursos de cocina y la economía doméstica; pero no divaguemos…” “Sí tienes razón. Begoña, creo que quizás deberías dirigirte a Reverte, el escritor y académico, no hay nadie que afile la palabra como él si se trata de escribir un artículo sobre crítica social. Como sabes, también es mi escritor favorito de novela histórica, quién como Reverte…” Begoña me interrumpe de nuevo: “Dirígete entonces a él, a ver si puede darte algún consejo o curso acelerado sobre cómo escribir un artículo de crítica social; ya sabes que yo, no dispongo de mucho tiempo.” “Pero si lo mío es como tú dices, la nube, la torre, la…”, hago un último intento por persuadirla a evitar que me haga escribir este artículo en aras a la amistad que mantenemos desde hace más de veinte años; pero no prospera. “¿Recuerdas aquella vez que pedaleé cinco kilómetros transportándote en el sillín trasero de aquella bicicleta?...”

La oigo, pero ya no la escucho, porque he comenzado a pensar en aquellos surfistas épicos, como mi tío Paco, que en la década de los cincuenta, con tablas de madera se adentraban, venciendo el oleaje, en la playa de Salinas. Curtidos por las olas, su arrojo era tal, que nada tendría que envidiar al de aquellos otros, en Hawái, la tarde antes del ataque de Pearl Harbor.

wormpost
La Nueva España, Miércoles 15 de abril de 2009

Siempre me he sentido atraída por los agujeros de gusano. Por esos atajos espacio-temporales cuya morfología responde a una garganta que conecta dos extremos, a través de la cual la materia podría viajar de uno a otro lado del mismo universo o a otro distinto, en el mismo tiempo actual o en otro también distinto.

El término «agujero de gusano» fue acuñado por el físico norteamericano John Wheeler, quien en 1957 lo utilizó -y esto es más interesante- para referirse a una hermosa analogía: el universo podría concebirse como una cáscara de una manzana. Un gusano podría viajar bordeando su superficie, o bien cavando un agujero a través de ella; en este último caso, la distancia recorrida sería menor, aun consiguiendo llegar más lejos.

Hoy, desde un punto de vista científico, no se puede corroborar empíricamente la existencia de un agujero de gusano, pero a través de la literatura hemos sido afortunados, descendiendo por una gran madriguera persiguiendo a un conejo blanco con chaleco y reloj en su interior: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!».

Lewis Carroll, en el siglo XIX, nos condujo entre símbolos guiados por un conejo obsesionado con el paso del tiempo entre sonrisas de gatos mágicos, llaves demasiado grandes para puertas demasiado pequeñas o al revés, pócimas y pasteles mágicos o no tan mágicos, hermosos jardines, a veces algo desteñidos, y monarcas deseosos de cortar las cabezas a sus súbditos, quizá por no saber pensar...

También en el ámbito literario, maldiciendo geometrías, leyes inútiles, matemáticas locas, muchos ahondamos profundidades abisales de medusa envenenada, contagiándonos por las coordenadas de un dolor insondable con nombre de dandy, bufanda, libro nacarado y viento entre pinares... Hablo del irrepetible padre de Mortal y rosa.

Agujeros de gusano, verdades, analogías compartidas, que deberían permitirnos establecer algunos principios al menos de validez individual.

Hablo de estas cosas porque en realidad estoy hablando de otras. Este principio metodológico, existencial, lo adquirí buscando una grieta, adentrándome en los textos de ciertos autores como Millás.

Continuando con este juego mental, creo sentirme capacitada para hacer ya algunas consideraciones a modo de aforismos:

El que calcula números, se equivoca.

El que bucea en las palabras, ahonda en la verdad del número.

Y quizá lo más importante:

Soy funcionaria porque soy poeta y porque, si fuese poeta, sería funcionaria.

¿Mundos al revés? No, sólo realidades interconectadas y cosas que parecen lo que no son.

Se despide Alicia, infatigable, servidora de ustedes, y el resto para la próxima vez.

amanciopost
La Nueva España, Martes, 12 de abril de 2016

Con un se canta a lo que se pierde machadiano, irrumpieron los primeros acordes de Amancio Prada, con el único acompañamiento de su guitarra, en un Valey abarrotado, una noche de perros de hace ya más de un mes.
Voz, música, cadencia mágica, diamante; pronto nos hizo olvidar la lluvia que arreciaba en el exterior. Magistralmente, nos condujo de la palabra cantada a la confidencia, de la melancolía literaria de los ríos y fuentes de Rosalía, a esta otra no menor melancolía real de su padre agricultor, regando la huerta durante la noche. También a las anécdotas de París, al que acudió con veinte años, alternando la sabiduría de la Sorbona con la del Sena, guitarra en mano, mochila y vaqueros.
Y cómo no sentirnos poetas de alta hierba, de la lluvia alta y pausada. Rosalía a través de Lorca, hermana en tristeza, y ambos conjurados por el cantautor berciano desde un escenario sumido casi en total oscuridad.
Y elevación y alma reencarnada en el Vivo sin vivir en mí de San Juan de la Cruz, que en boca de Amancio contribuye a desvelar nítidamente el misterio del todo, la fusión de la antítesis, el hallazgo del universal; la catarsis, que devuelve a la palabra hombre su significado.
En tiempos de sinrazón, sangre, barbarie; el canto profundo de Amancio se vuelve caverna de coral en la que place refugiarse, como en la emoción atemporal de Lelia Doura, en la que una noche breve, vivida intensamente, se convierte en duradera. Y el Libre te quiero del poeta García Calvo, que, sin ser de nadie, se hace tan nuestra cuando oímos su canto. Y el mundo que yo no viva, Sánchez Ferlosio, utopía púrpura y esmeralda, que todos desearíamos alcanzar antes que suene la hora.
Pero ese canto, el canto de Amancio Prada, es aún más que amor, melancolía, perdida o desposesión; ante todo es un canto de necesidad y en ello, sobre todo, reside su valor.
Confiemos en que podamos contemplar, en el mismo lugar, su próximo recital “La voz descalza”, en el que se atisba llamas, mística y esencia.
Si existiese el paraíso en la tierra, no me cabe duda de que estaría cerca del mar o próximo al cielo, a ese cielo al que nos conduce el manantial, la voz pura y trascendente de Amancio, transmitiendo la palabra poética, alcanzando el infinito a través de su sonoridad.
Y porque no se pierde a lo que se canta, te esperamos pronto de nuevo, Amancio.

molar
La Nueva España Jueves, 10 de marzo de 2016

Ciertos escritores añoran alguna vez convertirse en el mago Merlín y concebir una obra que lo contenga todo: el mundo y a sí mismos, a modo de globo de aire enorme y luminoso en una tarde de tormenta. El resultado de esa utopía, como la del cultivo de las manzanas en el mar, el hallazgo de unicornios azules o de tigres verdosoamarillentos lleva, por supuesto, implícito el fracaso, aunque, en este caso, se trate de un fracaso positivo, que impulsa generalmente hacia la concepción de una nueva creación.
En esas disquisiciones idealistas, inútiles ni siquiera propias de tertulia aburguesada de café literario, –sobre todo dado los tiempos que corren– me encontraba en una clínica dental frente a una reproducción de Klee en tonos bastante fríos.
El juicio, perder el juicio. Perder la muela del juicio tardíamente, demasiado; hace reflexionar, además de en la pericia del cirujano que se enfrente a tamaña muela anacrónica, en el antes y el después de no se sabe muy bien qué; en un pegar el salto quijotesco, que recuerdo haber leído en Umbral; en una especie de ahora o nunca existencial, con algún sentido premonitorio en este año de conmemoración cervantina.
Uno de los males de esas conmemoraciones literarias –eso sí– suele ser que todos parecemos dispuestos a espetar en los momentos más inverosímiles alguna cita, sin venir demasiado a cuento, de algún libro que jamás hemos ni leído ni visto, adquiriendo así la conmemoración en cuestión, una dimensión esperpéntica y galáctica. Yo, personalmente, cuando voy a la panadería, por ejemplo, prefiero el saludo habitual y que el pan esté en su punto de cocción. No esperaría jamás que se me abordase con alguna frase cervantina del tipo: “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”. De igual modo, si fuese a cualquier oficina o administración a realizar un trámite, esperaría la resolución del asunto lo más ágilmente posible y no escuchar una disertación como: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar…”
En fin, ya es la hora de que me extraigan la muela o el juicio y entro en la sala. Así que llegado este trance: “A cualquier mal, buen ánimo repara” o “que la fuerza nos acompañe” poco importa. La anestesia ya ha comenzado a hacer efecto y cierro los ojos.

Verano
La Nueva España - Martes 21 de Septiembre de 2010

Algunos tenemos un ritmo un tanto distinto. Por eso, vivimos las cosas con mayor intensidad tan pronto han transcurrido. Vivimos el verano en el otoño, el otoño, en el invierno, and so on. Es posible que por una incipiente percepción de universos paralelos, que nos impida vivir intensamente, como sujetos, el presente en el presente de cada uno de ellos en los que, querámoslo o no e irremisiblemente, nos hayamos inmersos.

«Amarillo» oye mis divagaciones y se pone nervioso. No sé si recuerdan a «Amarillo», un gato inexistente que actúa conmigo como Pepito Grillo y que, además, habla. Pues bien, «Amarill»o me recuerda que el título del artículo es «verano» y que no me ande por las ramas?

Sí, éste ha sido un verano de sol, sombra de roble, inexplicables muertes de ciervos en la sierra y también de alguna lectura:

-Por cierto, lástima «Caín», de Saramago.

«Amarillo» es sensato, y me dice que ciertos comentarios acerca de un Nobel finado no son políticamente correctos. Así que mejor esperar a que algún crítico objetivo haga un estudio estrictamente literario de la obra.

-¿Crítico? ¿objetivo? ¿literario?

-¡Verano!- me grita «Amarillo», que más que amarillo, en este momento, casi parece anaranjado.

-Sí, «Amarillo», verano también de remos en el Parque del Retiro, exposiciones, museos, Turner, claridades difusas, recitales de música en directo y berenjenas rebozadas. Ya no se me volverá a olvidar el nombre del restaurante: «La Choza», en la calle Echegaray. Pero verano también marcado por ya no se sabe qué crisis: sobresaltos, protestas de mineros, atascos en el Huerna. Y ¡el atropello de la tía Maruja! Lamentables las condiciones de algunos núcleos rurales, a los que tarde, mal y nunca llegan los autobuses, y las aceras -promesas electorales- se vuelven invisibles y nunca llegan...

-O quizás las promesas no se hayan incumplido- me responde «Amarillo», diplomático- y los que construyen las aceras, se hayan equivocado de pueblo o de universo y las hayan, finalmente, construido en otra coordenada espacio-temporal.

-Sí, no me cabe duda, «Amarillo», de que esa también es otra posibilidad, así que dejemos de ser mal pensados.

Y verano también de pérdida: la de Carmen Arias, compañera y amiga.

Estoy segura de que Ana, Evaristo, Emilio, Angelote y tantos otros compañeros te recordarán siempre y de que nadie podrá negarte el trocito de gloria que te has ganado, a pulso, con tu esfuerzo, con tu ejemplo.