Autor: Carmen Nuevo

Río Narcea
La Nueva España, viernes 15 de septiembre de 2017

Nos resistíamos a que nos abandonase el verano, la luz blanca y los días azulados. Invitados, allí, entre el Nalón y el Narcea, el tiempo se extendía verde y lanceolado como las hojas de los fresnos. De las cabañas surgía la alegría en su recibimiento como un niño que acabase de estrenar una bicicleta o un patinete.

Una lavandera blanca extraviada y precoz volaba a trompicones entre los sauces umbríos y amalgamados hasta llegar a los avellanos. La seguimos, iniciamos el camino junto al río, percibimos el aliento de la naturaleza, el olor a humedad, a tierra y barro en estado puro. Transitamos en silencio como descubridores que dejan sus huellas sintiéndose culpables de despertar el sueño enigmático de la ribera.

Percibo que la sabiduría está próxima a la verdad y la verdad siempre suele estar próxima a un río y si no que se lo pregunten a Siddhartha. Y seguimos caminando entre abedules y pienso en que por algo a los poetas videntes de la India se les llamaba “hombres del bosque” y salimos de lo oscuro y llegamos al claro, a la vida, a las risas, donde dos niños se bañan en un remanso de la corriente. El agua es verde, las piedras entre doradas y grises; se ven zapateros, brilla algún mirlo acuático y quizás cerca haya truchas o salmones.

Avanza la mañana y tras el paseo regresamos a la finca, las nubes se dispersan, se van ocultando hacia las montañas, el sol nos permite que nos vayamos fijando en las huertas: pimientos, lechugas, tomates, frambuesas…

Llegamos de nuevo, nos sentamos alrededor de la mesa. Nunca había probado una paella o ensalada como esa. Conversamos, reímos y también callamos. Son muchos los años que nos unen y no hace falta hablar demasiado. También es mucha la paz cuando se percibe que hace falta muy poco. Después brincos y saltos en la cama elástica. Y la caricia del sol despidiéndose lentamente. Damos las gracias a los anfitriones y prometemos volver el año que viene.

Quizás haya sido lo mejor del verano, percibir que la vida es un día, una caricia de sol o de brisa, apenas un soplo, el brillo del mirlo acuático sobre el agua. No sabemos nada, pero observando la naturaleza alcanzamos a comprenderlo todo.

A veces se precisa un paréntesis. No pensar en nada para alcanzar el nirvana junto a un río. A veces se precisa, para poder seguir viviendo, percibir en estado puro la felicidad, aunque dure solo un momento.

Carmen Nuevo Fernández

Vídeo basado en el artículo publicado en La Nueva España de Avilés el 18 de julio de 2017.

El Niño del pijama, foto de Melissa Menéndez Flores. Audio: Esperpento de El niño del pijama.
El Niño del pijama, foto de Melissa Menéndez Flores. Audio: Esperpento de El niño del pijama.
La Nueva España, martes 15 de agosto de 2017

Ya hace algún tiempo que sigo las andanzas y temas de Álex Fuertes, Seimurk, Raulín, Rubo y El niño del pijama por internet. Recientemente he leído también una publicación de Illán García en La Nueva España sobre esta panda de raperos avilesinos, La Otra Liga, que agitan con sus letras, en el mejor de los sentidos, las conciencias adormecidas y que contribuyen a que la urbe se vuelva más joven, más crítica, más viva.

 Y es que Avilés no es nada sin su periferia y sin sus barrios, sin El Nodo, Versalles o Las Vegas, donde surge de forma espontánea esta nueva cultura difundida por YouTube. Desde el clasicismo rapero del “Ubi sunt”, “dónde están” de Seimurk al spanglish de El Niño del pijama en su profundo “Esperpento”,  pasando por la búsqueda de “La Piedad” de Álex, Raulín y Seimurk , o del arte como salvación en “Belle époque” de Álex, Avilés se convierte, ya sea presente o ausente, en protagonista, en objeto artístico concreto y también universal gracias a estos nuevos juglares y a sus sencillas y a la vez originales letanías.

Cuando les escucho no puedo evitar, a pesar de la distancia, sentirme identificada con algunas de sus frases que se adentran en el alma con la fuerza y la simpleza del relámpago. Letras que se enredan, sueños que reviven, puertas que se cierran y otras que abren, subidas y bajadas, conspiraciones, brillos y sombras… Y me pregunto de dónde les proviene la fuerza o la inspiración y creo que la respuesta es periferia y barrio, aderezado con lecturas, vivencias y también estudios. Sí, también estudio. Os vaticino éxito pero no exento de sudor.

Leo uno de los tweets de El Niño del pijama aludiendo a sus composiciones y con su spanglish habitual dice así: “Música de culto by músicos pobres” y me viene a la memoria un poema titulado “El niño John”, este poema es de uno de los mejores poetas que he leído, Juan Carlos Mestre, y creo que La Otra Liga halla su excelencia y su don en su forma original de ver las cosas y es que tal como expresa Mestre en su poema (rescato algunos versículos):

 “Los ojos del niño John y los ojos del niño Juan no ven las mismas cosas en el fondo del lago”. […] “Los ojos del niño John y los ojos del niño Juan no miran a los mismos pájaros que tiemblan en la oscuridad”.

El Choclo
La Nueva España, martes 20 de junio de 2017

    El tango, la brisa cálida, las risas, el choclo… Aquella calle, la calle Galán en Salinas vista desde otro tiempo y con otros ojos: los de la melancolía que todo lo tiñe de sepia. Una especie de Habana Vieja, pequeña y dulce como el corazón de una madre que no se desvanece…

    El choclo era y es uno de los tangos más populares, cuya melodía fue creada por Casimiro Alcorta, un violinista de raza negra, que murió en la miseria. Por desgracia, suelen pasar siempre esas cosas. Más tarde, para que perdiese marginalidad, ganase aceptación y decencia fue reinventado como una danza criolla y de esa manera sonaban sus acordes, en la calle Galán en Salinas hacia mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado. Aún no habían llegado los primeros transistores o, al menos, Rosi y Mari no disponían de ellos.

    Mari hacía las camas, era verano, los balcones abiertos. Rosi, al otro lado de la calle, se secaba las manos y encendía la radio, casualmente, sonaba el choclo. “¡Mari, el choclo!”,  gritaba Rosi desde la ventana. El día era perfecto. Otras veces era Mari la que gritaba: “¡Rosi, el choclo!” Y así transcurrían los días sencillos, soleados, redondos. Y al caer la tarde los paseos en bicicleta. Mari y Rosi, las dos amigas inseparables, surgían por la calle felices, hermosas, soñadoras aunque siempre con los pies en la tierra. Así eran los mandatos de aquella época.

    Probablemente, Jorge Luis Borges haya tenido razón al afirmar que “sin atardeceres y noches en Buenos Aires no pude hacerse un tango”, sin embargo, la esencia del tango siempre estará presente en nuestras vidas, a pesar de no haber estado jamás en Buenos Aires, pues el dolor, el resentimiento, la nostalgia y por supuesto la pasión y el amor, componentes en estado puro de cualquier buen tango que se precie, conforman nuestra esencia universal y humana. Y Rosi y Mari así lo percibían o sentían hace más de cincuenta años en la calle Galán de Salinas. Estaban vivas, sentían, sabían que los pasos del tango siempre avanzan, a pesar de todo, hacia delante.

    Nunca olvidaré ni aquella foto ni aquel día, pues aunque aún no hubiese nacido, percibo intensamente la luz, los pétalos de los geranios sobre el empedrado, aquel vestido blanco en movimiento  que cubría hasta la mitad de la pantorrilla, las bicicletas, vuestra belleza en los años cincuenta y cómo no: el choclo, el tango querido, la pasión contenida, el alma, la sonrisa.

La Nueva España, miercoles 24 de mayo de 2017

Avilés. Febrero de 1927, Pacita, era una adolescente que contemplaba atónita como una epidemia de tifus asolaba la ciudad. En su casa, uno de su hermanos también la padecía y en los últimos días, además, había empeorado. Pacita, ojos esmeralda, se acercaba sigilosamente al umbral del dormitorio donde su hermano se debatía entre la vida y la muerte sin saber qué hacer. Ni siquiera el médico que lo había visitado aquella misma tarde lo sabía.

Bautista, su hermano… “Bautista, no, Pedro”,  me corrige mi madre, interrumpiéndome la narración. “Sí, Bautista era el hermano favorito de la abuela, pero el que enfermó de tifus era Pedro, es verdad”, le contesto. Los detalles son importantes, pienso, y más cuando se relatan hechos reales.

Bien, el caso es que Pedro, prácticamente desahuciado, dijo que quería beber agua de la fuente de La Maruca. Ignoro por qué, pero a los enfermos, entonces, se les impedía que bebiesen demasiada agua. El médico, en cambio, aquella tarde había accedido a que bebiese cuanta agua quisiese, pues reconocía que quizás le quedase poco tiempo.

Pacita, apresuradamente, fue entonces a por agua a la fuente de La Maruca acompañada por la tía Marcela. Ambas esperaban que Pedro viviese lo suficiente, al menos, para beber el agua que tanto ansiaba. Y por fortuna llegaron a tiempo. Pedro bebió y bebió y a los pocos días comenzó a mejorar hasta su total sanación. Pacita, poco después, también cayó enferma; pero ya nadie dudo en darle, desde los primeros síntomas, agua de la fuente de La Maruca y pronto también ella se fue recuperando.

Pensando en esta historia y haciendo un remake del célebre poema de Ángel González: Para que yo me llame Carmen Nuevo Fernández han sido necesarias muchas cosas y quizás una de ellas sea también la fuente La Maruca.

Le digo a mi madre que, gracias a la erudición de Fernando Balbuena, he logrado saber dónde se encontraba exactamente la fuente: en dirección a Salinas, pasada la curva de Cristalería Española, donde hoy se encuentra ubicado un taller. Parece que sus aguas de muy buenas propiedades, dejaron de ser utilizadas para el consumo en los años cincuenta, pues el agua, con las nuevas construcciones, acabó contaminándose.

Pero, ¿por qué se prohibiría entonces beber agua a los enfermos con fiebre?

Aunque aún tengamos preguntas sin respuesta, nos ha gustado recordar esta historia.

Las dos sabemos que rescatar un recuerdo del olvido es engarzar una perla en un collar de eternidad.

El héroe de San Petesburgo
La Nueva España, lunes 17 de abril de 2017   

Ignoro por qué ciertos lugares, por muy lejanos que estén, impregnan para siempre nuestra alma. Poco importa que San Petersburgo se encuentre a miles de kilómetros, siento un vínculo inexplicable y especial con esa majestuosa ciudad.

    San Petersburgo, anteriormente denominada Leningrado, aún puede seguir siendo considerada como “la ventana rusa hacia occidente”. Protagonista de rebeliones, acoge hoy numerosos monumentos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El Museo del Hermitage en el Palacio de Invierno es un lugar inolvidable para los amantes de la pintura y las antigüedades y uno de mis museos favoritos. Sin embargo, la visión que me embarga la mayor emoción asociada a San Petersburgo es la del río Nevá con La fortaleza de San Pedro y San Pablo al fondo y los cambiantes azules de sus aguas: acero y cobalto en los numerosísimos días nublados, el índigo asomando entre el hielo y el ópalo en los días más cálidos.

    Lamentablemente, en la tarde del pasado tres de abril, la sangre salpicó a San Petersburgo. Se produjo un atentado terrorista, una explosión entre dos estaciones muy concurridas en una línea del metro. Hubo al menos catorce muertos y más de cuarenta heridos. Parece que a pesar de ese “infierno bajo tierra”, como lo han calificado algunos, la solidaridad y la calma protagonizó la actuación de muchos ciudadanos dispuestos a colaborar en lo que fuese necesario. No en vano San Petersburgo es conocida también como la Ciudad Heroica. Mención especial se merece, a mi juicio, la valentía del maquinista a los mandos del metro que sufrió el ataque, pues a pesar de ser consciente de la explosión y de la posibilidad de que pudiera producirse otra, no paró el convoy y continúo hasta llegar a la siguiente estación, lo que permitió evacuar a los heridos, salvar vidas e impedir que los viajeros huyesen por los túneles de no haber continuado la marcha, lo cual sí que habría podido producir numerosas víctimas y un caos absoluto.

    Hay conductas inhumanas y salvajes que nos hacen cuestionar o renegar de nuestra esencia como pobladores de la Tierra; pero, afortunadamente, también hay otras como la del maquinista, el héroe anónimo de San Petersburgo, que nos devuelven la satisfacción y el orgullo de pertenecer al género humano. Me quedo con esa proeza y con la visión del azul cambiante del río Nevá.

    Sé que se sucederán las noches blancas y la nieve en San Petersburgo y también sé que su héroe jamás será olvidado.

Turn back, turn back; you travel all in vain;
Turn trough the iron gate down sneaking lane.
William Blake

El rastro de las páginas

Avanza. Sigue el rastro, la celestial herencia, caminos señalados por el cristal de roca.

Bautiza tu alma con la saliva del lobo.

Y no mires atrás. Avanza.

La equidad del rocío es una ilusión que el horizonte celebra

como diademas, como las olas del rescatado.

Sortea el designio de las estatuas de sal.

No importan los círculos, las noches, los vientos transcurridos. Avanza

sobre la esencia de las interrogaciones y el funeral de las respuestas.

Sólo así distinguirás el falso resplandor de la amatista

sobre el acantilado.

Sólo así, el impío azogue que exhala un torbellino
de espejos. Avanza.