Que no lance la mujer su grito al aire, aléjese del ojo del espíritu, duerma su alma desconociendo el rito del tahúr. No desee ser la mujer luminosa, o quizás los bramidos del dios de la cólera y la sangre de su propia mutilación desgarren la armonía de las costas celestes.
La mujer que habita en una mansión de terciopelo, y cimbrea cada noche sus curvas en su propio deleite, que no incite en su abandono a la lujuria, que no se confabule con el poder de las botellas vacías, o quizás el sable y el soldado la custodien en la mazmorra de la congoja.
Sea el hombre el que decida cuando debe desnudarse una mujer, cuando debe dejar de ser nómada, cuando no seguir a los rebaños y a los perros, cuando no sentir la arena cálida en la planta de sus pies. Sea el hombre el que decida cuando debe ser molde, acoger la semilla, ser contenido fulgurante, dejar de bailar al ritmo de la luna.
Que nadie diga: cultivaré rosas de antimonio en mi jardín para rendir culto a la venganza por una muerte injusta, o quizás la duda nocturna se alíe con la detestable pleitesía, y el verdugo del carruaje fúnebre impida el nacimiento del día y de su dominio.
Sea el Estado el que establezca cuando matar bajo la protección de la impunidad; sea el Estado el único capaz de acceder al sentido corrosivo de la sentencia del infierno, el único capaz de aplicar la misma ley al horrible animal nacido de la corrupción que al hermoso tigre de color verde. Sea el Estado el único capaz de negar la existencia del infinito a una gota de lluvia, de saquear la ciudad de los rebeldes con su legión de apóstatas y de cadenas, de derramar el eco del infortunio a los oscilantes suspiros de los hombres.
Que nadie diga: yo no soy el que soy, que nadie atraviese los espejos de la música en busca de su imagen mas pura, que nadie sea cómplice de la parábola de la transgresión ni cruce las opresivas vitrinas donde mueren por su belleza los pájaros exóticos, o quizás se cierren las férreas puertas de la comunidad a pesar de las sublimes concepciones, o quizás se alcen muros de centenares de pies para impedir la esencia mitológica al estuario del artista.
Sean las mayorías, los fabricantes de ladrillos y neveras, los que pueblen el reino de los héroes. Sean los mercaderes del arte los que fijen las nuevas proporciones, los que establezcan el nuevo valor a la Venus de Médicis. Sean los intérpretes de la visión, de los sonidos de menor escala.
Acopien su obras y su seguridad en los antiguos templos. Sean privados de ahogar su dolor en la aurora los que, en busca de un nombre, lanzan metales al espacio.