Una vez al mes suelo, cuando el tiempo lo permite, tomarme un café en Avilés, en alguna terraza de El Parche, con mi amiga Begoña.
“Pues eso, a ver si te bajas de la nube, de la torre, de la parra y te dignas a escribir algún artículo criticando algún problema real. Ayer, sin ir más lejos, la piscina privada de uso público que frecuento, inundada de aprendices de surfistas…” La interrumpo y le digo si no habrá algún problema más “real” que ese. Me mira de refilón y sonríe. “No te pido que ahondes en si es legal o no que tablas de surf, surfistas pacotilla de aguas climatizadas amedrentados por las olas del Cantábrico, niños, ancianos y demás usuarios compartan a la vez el mismo espacio de cloro y H2O; de eso ya me encargo yo. Lo que me gustaría es que escribieses algo sobre la pose, el quiero y no puedo, el soy lo que no soy, en definitiva, sobre la imbecilidad humana.”
“Y si en secundaria, además de la lectura, se fomentase la cultura del debate, ¿crees que podría servir para algo?” “Sí, puede”, me responde; pero también serían necesarios los cursos de cocina y la economía doméstica; pero no divaguemos…” “Sí tienes razón. Begoña, creo que quizás deberías dirigirte a Reverte, el escritor y académico, no hay nadie que afile la palabra como él si se trata de escribir un artículo sobre crítica social. Como sabes, también es mi escritor favorito de novela histórica, quién como Reverte…” Begoña me interrumpe de nuevo: “Dirígete entonces a él, a ver si puede darte algún consejo o curso acelerado sobre cómo escribir un artículo de crítica social; ya sabes que yo, no dispongo de mucho tiempo.” “Pero si lo mío es como tú dices, la nube, la torre, la…”, hago un último intento por persuadirla a evitar que me haga escribir este artículo en aras a la amistad que mantenemos desde hace más de veinte años; pero no prospera. “¿Recuerdas aquella vez que pedaleé cinco kilómetros transportándote en el sillín trasero de aquella bicicleta?...”
La oigo, pero ya no la escucho, porque he comenzado a pensar en aquellos surfistas épicos, como mi tío Paco, que en la década de los cincuenta, con tablas de madera se adentraban, venciendo el oleaje, en la playa de Salinas. Curtidos por las olas, su arrojo era tal, que nada tendría que envidiar al de aquellos otros, en Hawái, la tarde antes del ataque de Pearl Harbor.