Digo adiós sobre el estremecimiento de un charco, sobre la ingravidez de los encuentros derramados, sobre la visión de cobre que sostiene tu palabra tras el hilo.
Anochece en mí, y recobro al coleccionista de zapatos de cristal en una tierra de nadie. Y rezo ante la columna del auspicio, rezo de rodillas sobre el abandono ante los diez mil seres, únicos testigos del ajuar, la locura.
Digo adiós a la duda que hacía tantas veces el amor sobre la humedad de las literas, y por oírte decir tantas veces, querida niña, en la hora en la que Whitman dijo que anidan las copulas del fraude en las esquinas y odian las prostitutas al abrir sus armarios en busca de ligas de plata.
Digo adiós. También yo me he contagiado de voces, también yo he preguntado la hora al portador de la anacronía, y he llegado con suficiente antelación para absorber el último rayo de tormento, con la suficiente antelación para compartir una taza de té sobre la mesa del cuervo en la hora en que lo diabólico recobra su sentido.
Digo adiós como dijo adiós el chueta al inicio de un largo viaje sin vuelta, a través de las migas de pan de los senderos, digo adiós a la pasión que arroja sus dados y traspasa el vacío, el enigma.
A la caja de música y a la enfermedad de la bailarina, digo adiós y al baúl sin fondo de la dulce Ofelia.
Sigo el rastro de Urizén, y digo adiós a su tacto. Sigo el rastro de Urizén a través de lo inmaterial, hasta la caverna de las cinco ventanas. No temo a la oscuridad. Urizén posee siete manos y porta en cada una llamas de profecía.
También yo deseo extender las redes del consuelo sobre el mundo. También yo deseo escribir cada mañana un libro sabre los pétalos de la negación.
Digo adiós, y no deseo conocer jamás tu auténtico nombre ni tu trono nacarado en el país de la inutilidad. Y rezo, rezo en el jardín de Thel, rezo al lirio que arropa con mil preguntas al gusano del hielo y al bardo extraño que, a pesar de las burlas, creyó en la inspiración.
Maravilloso y fugaz es el instante en el que se percibe la forma eterna, y por ello regreso a la soledad del desierto y huyo del sangriento que aniquila de un soplo las cosas. Anochece, y recobro Ia esencia de la pluralidad en el silencio y el caos.
Y rezo ante la trompeta de Sinaí, rezo ante el delirio del pájaro, rezo ante el espectro, rezo a los cuatro, al gato dorado que tanto amé, al abismo, al vacío y al no ser.
Rezo al poder mítico y a la potencia inmaterial. Rezo a la iluminación del alquimista, a la visión perfecta, a la epifanía que converge ante los muros y al ojo cuya lagrima permanece fraguada en un bajorrelieve.
Digo adiós a la falsa serpiente que habita en los blancos, y por oírte decir tantas veces, querida niña, en la hora en la que ya ha comenzado a desvanecerse el carmín de la ilusión de los carnosos labios.